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Lorena
La lluvia era inclemente en Concepción. Como siempre ocurre en estos casos, el colegio nos mandó temprano a la casa. La Lili, mi hermana chica, veía monitos en la tele. Mi mamá me pidió ir a comprar parafina. Sin secarme, ni cambiarme ropa, salí, escapando de su mirada inquisidora.
El sonido de la lluvia parecía más fuerte y ante mis ojos solo veía caer las gotas y un camino como pintado con acuarela aguada. Encendí mi personal, en el dial de Radio Gabriela sonaba un tema de Los Enanitos Verdes. La imagen de Lorena, alejándose sonriente a bordo de ese tren, surgió en mi mente como si la despedida hubiera sido hacía nada. Cuando llegó al curso, causó furor. Era una niña que venía de Santiago, hermosa. Todos los varones del curso querían jotearla. Sin embargo, su mirada se detuvo en mí y mi pancito amasado.
—¿Dónde compraste ese pan?
—Mi mamá lo hace
—Quiero uno, mañana
Así nuestra amistad creció a punta de recreos y pan amasado. El momento era siempre el mismo, así como los aromas. A pesar de la hora y el frío, el olor de ese pan recién hecho, la suavidad de su masa, y el sabor natural de sus ingredientes, les daban a esos recreos un gusto especial, que se complementaba con la forma en que Lorena disfrutaba de tan anhelado manjar. A su lado, primero medio pasó volando. Nunca me atreví a pedirle pololeo, porque sabía que, para una niña como ella, de Santiago, nunca estaría a su nivel. Su carácter era tan decidido que estaba claro que ella tomaría la iniciativa.
En el recreo, después de pedirme el pan de ese día, me dio la noticia. Su papá se iba trasladado a Valparaíso, y ella, junto a su mamá y hermano, se irían el sábado. Solo atiné a mirarla. Por el maldito reglamento del colegio, no le podía tomar la mano ni menos abrazarla, como hubiera querido. Mis ojos se pusieron brillosos, al igual que los de ella. El silencio se hizo eterno. Decirle que la iba a extrañar, o que la quería, podía ser un riesgo, por lo que las palabras no fueron necesarias para expresarle mi sentir. Creo que ella lo entendió, sus ojos parecían decirme lo que siempre hubiera querido escuchar.
El sábado me levanté más temprano que de costumbre. Apenas llegué a la estación, me encontré con Lorena. Se veía alegre, al fin y al cabo, el traslado de su papá significaba estar cerca de Viña del Mar y ella quería carretear en sus pubs, ver el festival y disfrutar de las playas. Me saludó efusiva y me pasó una carta, con la condición de que la abriera para la navidad. Por mi parte, le regalé una bolsa de género con seis panes amasados, que mi mamá había hecho especialmente para ella. Su alegría al recibirlos compensó cualquier sentimiento de tristeza que hubiéramos podido tener en ese momento. De inmediato abrió la bolsa, sacó un pan, lo partió por la mitad, y me regaló una de ellas. Sonriendo, me dijo que una de las cosas que extrañaría de Conce serían nuestros recreos con pan amasado. La conversación no pudo seguir más, porque su mamá la urgió a subir al tren.
Lorena se sentó por el lado de la ventana. Unas gafas negras, modelo sesentero, tapaban sus ojos miel, pero su sonrisa no era opacada por nada. A través del vidrio, parecía que su piel se aclaraba aún más y por más que ella gesticulaba, no podía entender lo que me quería decir; a estas alturas supongo que debió haber sido algo relacionado con el pan. Cuando el tren comenzó su marcha, ella dejó de mover sus labios y sonrió. Sería la última imagen que guardaría de ella.
No tenía nada que hacer la mañana de un sábado, así que me fui a pie hasta el centro. Mi boca aún tenía el gusto del pan que Lorena había compartido conmigo. Sin embargo, así como el tren se alejó pronto de mi vista, el sabor desapareció sin dejar rastros ni memorias. Cuando iba a la altura de Rengo con Carrera, comenzó a llover.
Llevaban banderas
Llevaban banderas. Cada paso que daban iba al ritmo de pitos y tambores. Su sonrisa lo fortalecía, su decisión lo inspiraba, su voz era el llamado a resistir sin claudicar. Conocerla significó para él un mundo nuevo. Apareció otra música, libros distintos, lugares diferentes, las sorpresas nunca terminaban. A lo largo del camino, el aire tomaba un sabor extraño, agrio, ácido. Los rostros se tensaban y los gritos se acallaban al son de un sonido seco y sordo. Sin soltar sus banderas ni sus almas, corrieron ante la amenaza inminente. Un dolor metálico derritió sus cuencas. Ella gritó. Él nunca más la dejó de escuchar.
Microcuento
– ¿Te acuerdas cómo nos conocimos?
– Sí, amor. Fue en Dichato, viendo a Los Jaivas.
Beso Universitario
Este cuento fue enviado a la segunda edición del concurso “Concepción en 100 palabras”, lamentablemente no quedó seleccionado entre los 100 mejores.
Si una pareja se besa en el prado central de la Universidad de Concepción, ésta queda unida para siempre.
Dos estudiantes quisieron comprobar aquel nuevo mito. Caminaron alrededor de la laguna, se sentaron en un banco y al atardecer se dirigieron al prado. Una vez allí, ellos se abrazaron y se besaron, con plena conciencia de las consecuencias de aquel acto. El Campanil fue un mudo testigo del amor que ellos se profesaron.
Un beso, tan sólo un beso, en el prado de la universidad y serán inseparables. Un beso, tan sólo uno y serán eternos.